He titulado este ensayo con una fuerte afirmación hecha por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Con respecto a esta frase podríamos sacar varios temas. Pero en este escrito me enfocaré en que las personas en la actualidad viven como si Dios hubiera muerto.
Las causas de este fenómeno son múltiples, podemos señalar entre ellas el auge del paradigma científico experimental (que considera que sólo la ciencia empírica es real porque sólo lo material y cuantificable es real), la implantación del sistema económico de “bienestar” (que valora al individuo por lo que tiene y no por lo que es), el terrible sufrimiento generado por las numerosas y sangrientas guerras del siglo pasado y que aún permanecen en este siglo. Así, el cientificismo niega a Dios porque no es tangible, al sistema económico no le importa en lo más mínimo lo espiritual y los sufrimientos hacen exclamar ¡cómo es posible que exista un Dios y permita tanto mal, tanto dolor y muerte!
En el sentido expuesto, sí hemos matado a Dios, lo hemos sacado de los esquemas económicos políticos, lo hemos borrado de las escuelas e instituciones, lo hemos cubierto de cosas materiales y otras aspiraciones en la mente y al corazón de millones de personas. Sí, Dios ha muerto para muchos. Afortunadamente no para todos.
Pero, ¿qué consecuencias puede traer todo esto? ¿hay acaso algo de malo?
No, no hay algo de malo. Todo está mal.
Si negamos a Dios también negamos al hombre, pues si Dios no existe todo está permitido. Si no se reconoce la verdad, entonces triunfa el más fuerte y éste se impone violentamente a los demás. Sin la ley fundamental, queda únicamente la libertad como la condición de la moralidad. A pesar de las “ventajas” que parece que ofrece esto, constatamos en la historia que en realidad el hombre así queda más manipulable y privado de su verdadera identidad es víctima de cualquier ideología que lo atrape.
Si se entiende que la de la religión cristiana como dice Nietzsche “con sus ideales de santidad chupa de la vida toda la sangre, todo el amor, toda la esperanza”, ciertamente resulta repugnante y contradictoria. Sin embargo, eso no es el cristianismo y por más que un muy buen literato filósofo lo diga, si eso no corresponde con la realidad, simplemente no es verdad.
El creyente cristiano también se cuestiona (quiere entender) y se rebela (no es indiferente). La religión cristiana no chupa la sangre de la vida, sino que la hace plena, ubicándola en la perspectiva de la eternidad. No quita el amor, todo lo contrario, le devuelve su sentido originar (querer el bien del otro). Tiene por modelo a Cristo y lo intenta imitar ayudando al hermano, no huyendo de él. No elimina la esperanza, a diferencia de corrientes existencialistas y materialistas, hace todo lo posible por construir un lugar mejor, pero reconociendo sus límites y manteniendo su esperanza de Dios, que todo lo puede, pero que es paciente y sabio y por eso a veces no lo podemos comprender.
Fuente: "Horizonte vertical" de Ramón Lucas Lucas e ideas personales.
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